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Aventura Pirata

Foto del escritor: Nickole Naihaus LNickole Naihaus L

Esta es la historia de un amor marcado por cicatrices, hombres peligrosos, galeones asediados por piratas y tesoros que se creyeron hundidos para siempre.


Había una vez… No, en realidad, han sido muchas veces. Una, dos, hasta tres veces, porque parece no haber final para las ocasiones en que esta ciudad ha sido invadida o sitiada.


Primero, fueron los corsarios, aquellos que ansiaban las riquezas que los barcos traían del Nuevo Mundo. Cuenta la leyenda que, en 1586, piratas peligrosos llegaron a Cartagena, dirigidos por Francis Drake. La misma historia asegura que varios de sus tesoros se perdieron en el mar, junto con algunos galeones que cayeron en manos de sus tropas.


Luego vinieron los ejércitos españoles, dispuestos a defender la ciudad con cañones y pólvora.

Y ahora, una vez más, cuando las banderas españolas ondean en el horizonte, sus velas blancas recortadas contra el sol ardiente del Caribe, una nueva amenaza se cierne sobre ellas: los ingleses han regresado, decididos a tomar una plaza vital. Cartagena no es solo una joya en el mapa, sino el corazón del comercio con América. Por aquí pasan la mayor parte de las riquezas del Nuevo Mundo, incluyendo los metales preciosos de Potosí y el Perú, y los británicos están convencidos de que les pertenece.


Las noticias de su llegada nos alcanzaron hace días, pero hoy, por fin, podemos ver los barcos del almirante Edward Vernon surcando las aguas. Lo que no saben es que Blas de Lezo ya está preparado.


Desde que era pequeña, la ciudad amurallada de Cartagena se acostumbró a ver a Aurelis María correr de un lado a otro de la plaza, cargando los canastos de su madre. Sus ropas de colores vibraban con cada movimiento, y sus hermosos peinados lucían adornados con retazos de los vestidos que su abuela confeccionaba para las mujeres del palenque.

No había rincón que la pequeña no conociera; cualquier espacio se convertía en su jardín secreto. De hecho, nadie ha nacido que conozca mejor la ciudad que Aurelis.


Cuando creció, gracias a sus incontables carreras y a su destreza en el agua, Aurelis se convirtió en una joven de cuerpo armonioso, con un cabello deslumbrante y la sonrisa más hermosa de la ciudad.

Los hombres comenzaron a mirarla. Los más osados intentaron acercarse con la intención de hacerla suya, y más de un soldado realista quiso someterla por la fuerza, obligándola a ser su esclava. Pero el mar, su aliado incondicional, siempre le ofrecía refugio.


Solo había un hombre que parecía resistirse a sus encantos: un pirata inglés. Uno de los pocos que logró mantenerse en las costas de Cartagena.

Se rumoraba que él era el responsable del hundimiento del famoso Galeón San José, aquel que zarpó cargado de lingotes, monedas de oro y plata, además de otras mercancías. Se decía que su valor ascendía a 11 millones de pesos de la época, un tesoro perdido en las profundidades del Caribe.

Era un hombre alto y corpulento, siempre vestido con las chaquetas del Imperio Británico, un sombrero ladeado y rodeado de hombres igual de peligrosos. Por alguna razón, Aurelis siempre se sintió atraída por aquel sujeto de hablar extraño, andar seguro y apariencia amenazante.

En una ocasión, mientras Aurelis se bañaba en el mar, lo vio llegar malherido a la costa. Su camisa estaba ensangrentada y, desde su frente, brotaba un pequeño pero alarmante río de sangre.

Como pudo, se vistió apresurada y corrió a auxiliarlo. Su cuerpo estaba surcado de cicatrices: algunas de batalla, otras que se asemejaban a las de sus compañeros palenqueros. Eran las marcas de los esclavos, de los hombres privados de libertad, azotados por los blancos privilegiados.


Su rostro tenía la rudeza de alguien que había enfrentado a rufianes y desafiado la ira del mar más de una vez. Cuando Aurelis le limpió la sangre con su falda, pudo sentir, bajo la barba, más de una cicatriz.

A pesar de su cuerpo robusto, logró arrastrarlo hasta el palenque, donde, con la ayuda de su familia, consiguieron sanarlo.

Cuando se recuperó, no pronunció ni una palabra de agradecimiento. Pero al día siguiente, su familia recibió un saco lleno de monedas de oro y finas joyas.

Desde entonces, por razones que Aurelis nunca pudo comprender, los hombres parecían huirle, como si cargara con una enfermedad terrible. El único que seguía apareciendo en su vida era aquel extraño pirata. Lo encontraba en los lugares más inesperados, casi a diario, como si el destino estuviera empeñado en cruzar sus caminos.


Mientras ayudaba a su madre a vender mercancías a criollos, españoles y, en especial, a los ingleses —los pocos que habían vivido en la ciudad y que siempre se habían mostrado distantes, aunque respetuosos—, comenzaron a sonar las alarmas: la ciudad estaba siendo invadida de nuevo.

Aurelis intentó auxiliar a su madre para que ambas escaparan y se refugiaran en su palenque, pero ella, incapaz de moverse con rapidez debido a varias hernias en la espalda, le prohibió retrasarse y le gritó que huyera. Al ver que no lo hacía, uno de los ingleses la amenazó con secuestrar a su madre si no corría para ponerse a salvo.


Los ingleses movilizaron una fuerza impresionante, la mayor armada jamás reunida hasta entonces: 186 buques y 27.600 hombres, comandados por el almirante Edward Vernon. Convencido de su victoria, Vernon no supo que el genio militar de Blas de Lezo ya había alterado estratégicamente las cureñas de los cañones, las entradas de los puertos y las trincheras defensivas, convirtiendo el desembarco inglés en un auténtico infierno.

Además, había ordenado cavar fosos al pie de las murallas de la ciudad, de manera que, cuando los ingleses intentaron escalar con sus escaleras de asalto, descubrieron con horror que no eran lo suficientemente altas.


Uno de los pocos ingleses que logró superar los obstáculos la vio y quiso tomarla prisionera. Aurelis corrió hacia el puerto con la intención de lanzarse al mar en busca de refugio, pero los hombres del inglés la rodearon antes de que pudiera escapar.


Como pudo, corrió hasta donde los obstáculos se lo permitieron. Ya en el puerto, a lo lejos, distinguió al pirata que había rescatado meses atrás.

Su tripulación estaba partiendo con lo que parecía ser más de un tesoro. Justo antes de que izaran el ancla, el hombre la vio. Durante un instante que pareció eterno, sus miradas se cruzaron. Entonces, sin dudarlo, detuvo el barco.


—¡Sube! —le gritó el pirata, mientras su flota se batía contra los españoles recién llegados.

Aurelis vaciló. Toda la ciudad sabía que aquel hombre era un pirata peligroso. Se decía que cada miembro de su tripulación estaba con él porque había matado a alguien, y que ninguno temía a la Muerte.

Por eso, no estaba segura de subir a bordo. ¿Qué era peor? ¿Partir en un barco que siempre le pareció amenazante —después de todo, izaban la bandera de la calavera— o quedarse y enfrentarse al verdadero peligro que traían los españoles?

—¡Tú me salvaste la vida! Ahora es mi turno de hacer lo mismo. ¡Sube! —le gritó el pirata.

Al ver el miedo en sus ojos, decidió ser más directo.

—Puedes subir conmigo y descubrir por ti misma si los rumores sobre nuestra barbarie son ciertos... o quedarte y exponerte a todas las atrocidades que los españoles planean hacer contigo y con tu cuerpo.

En ese instante, un grito desgarró el aire:

—¡Ya verás cuando te atrape y te tenga debajo!

Solo eso bastó.

Aurelis corrió sin pensarlo, lanzándose a lo que parecían ser los brazos del pirata, pero antes de llegar, usó su impulso para saltar sobre sus hombros y aterrizar en el barco. Como pudo, se escondió entre los barriles y las sombras de la cubierta, su corazón latiendo con fuerza mientras el caos rugía a su alrededor.


Cuando estuvieron a salvo en el mar, Aurelis salió de su escondite.

Al llegar a la cubierta, vio el caos que los rodeaba. Varios tripulantes estaban malheridos: algunos sangraban por los brazos, otros tenían el rostro cubierto de sangre y varios yacían inconscientes en el suelo.

Sin pensarlo dos veces, corrió a ayudar y le gritó al pirata que había auxiliado meses atrás:

—¿Por qué no me llamaste antes? Sabes que podía ayudarles.

—Porque sabía que estabas asustada, y lo último que necesitabas era un pirata gritando tu nombre.

—¿Pero qué dices? Si tú ni siquiera sabes mi nombre.

—Aurelis —respondió con seguridad—. Claro que lo sé.

En ese momento, tosió, y ella vio con horror cómo un hilo de sangre escapaba de su boca.

—¡Estás herido! —exclamó Aurelis, acercándose de inmediato.

—No te distraigas, es solo un rasguño.

—¡Eso no era una pregunta, idiota británico! —le gritó, y antes de que él pudiera reaccionar, ya estaba sobre él, presionando con fuerza la herida.

Apenas sintió la presión, el pirata se desplomó en el suelo.


Cuando el pirata despertó, estaba en su cama, y Aurelis le limpiaba la cara con agua fría.

—¡Esto no es decente! —exclamó alarmado—. Eres una mujer casadera y virgen. ¡Sal de aquí!

—¡¿Será que puedes dejar de gritar como un loco?!

—¿Será que puedes dejar de hacer imprudencias? Como auxiliar piratas en la playa, correr con tu cuerpo y ropas sugerentes y… —Sabía que iba a mencionar el hecho de haber embarcado con él, pero eso no había sido culpa suya.

—Eso no es mi culpa.

—Por eso me he callado —respondió con voz cansada.

Se quedaron en silencio durante varios segundos. Fue Aurelis quien lo rompió con una pregunta:

—¿Cómo sabes tanto de mí?

Él no respondió, así que ella, con un tono irónico y casi de reproche, soltó:

—Ah, perdona, es porque al parecer has sido mi protector.

—Noto un tono de reproche —dijo él, levantando una ceja.

—¡Pues claro!

—¿Quién está gritando ahora?

—¡Es que tengo toda la razón! Si ibas a cuidarme, lo mínimo que debías hacer era decírmelo, para que yo lo supiera.

—¿Para qué?

—Para agradecértelo. Mira que no todos somos maleducados como tú.

Su comentario lo hizo reír.

—¿Disculpa? ¿Herí tus sentimientos al no ir a agradecerte? —preguntó burlón.

—No lo hice para que me agradecieras —replicó ella, molesta.

—Pues por eso no lo hice.

—Pero, de igual manera, debías estar agradecido. ¡Te salvé la vida!

Apenas pronunció las palabras, se arrepintió. El pirata lo notó en su mirada y, en lugar de responder, guardó silencio, permitiéndole continuar con sus cuidados.

—Lo estoy —dijo en voz baja.

—¿Qué?

—Agradecido.

—Es bueno saberlo —respondió ella, también en tono bajo.

—Por eso te cuidé.

—¿De quién?

—De cualquiera que pudiera hacerte daño a ti o a tu familia.

Aurelis sintió un nudo en la garganta.

—Pero ahora… yo estoy aquí, y ellos… —susurró, con lágrimas en los ojos.

El pirata alzó la mano y, con una suavidad inesperada, le acarició la mejilla.

—No te preocupes. Nos aseguramos de resguardar a los tuyos antes de zarpar.

—¿De verdad?

—Puedo ser muchas cosas, pero mentiroso no soy.

—¿Y casado?

—¡¡¿¿Perdona??!!

—Es que ya me has comprometido —respondió ella con ironía—, así que lo peor que podría pasarme es que hubiera una señora pirata esperándote en algún puerto.

Su comentario lo hizo reír, pero la risa se transformó en un dolor lacerante que lo sacudió con fuerza. Se retorció hasta casi caer de la cama.

Aurelis reaccionó al instante, interponiéndose entre él y el suelo. Con una fuerza que parecía imposible, logró incorporarlo de nuevo en la cama.

—Pues, al parecer, la estás viendo.

—¿A quién?

A la señora pirata. Dice con una verguenza y ternura, no imaginada para un personaje como él.

—Menos mal —dijo ella con una sonrisa que, para su sorpresa, le llegó al alma al temido pirata.

—¿Qué?

—Pues que soy la señora pirata.

—¿Lo dices por alguna razón en especial?

—Porque me escondí con el tesoro del Galeón San José —respondió con una sonrisa pícara—. Así que, si soy la señora pirata, la mitad del tesoro es mío.

—¿¿Cómo?? —preguntó entre alarmado y desilusionado.

—Aunque ahí fue donde me escondí, fue solo después de salir que encontré el verdadero tesoro.

Su respuesta lo confundió. Todo lo que estaba en el galeón seguía en el depósito donde ella se había ocultado.

—Idiota, cuando salí, te vi. Por eso dije que había encontrado el verdadero tesoro.

Su comentario lo hizo reír… y, de inmediato, estremecerse de dolor.

—¡Que no te rías o terminaré viuda el mismo día de mi boda!

—No seas tonta —murmuró con un hilo de voz.

—¡¡¿¿No te casarás conmigo??!! —preguntó alarmada.

—No… hasta que estemos frente a tu familia —respondió cansado.

—¿Y la tuya?

Él la miró fijamente antes de susurrar:

—Eres tú.


Fin.


Nickinaihaus

Nickole Naihaus

Nickole Naihans


P.D. Quiero aclarar que es una historia de ficción producto de la creatividad mía, no pretende otra cosa que entretener al lector. Aunque si está basada en hechos históricos de Cartagena Colombia.



(1) Blaz de Lezo: fue quien frustró de manera definitiva, el ataque de la flota británica a Cartagena de Indias, le llamaban “medio hombre” porque a lo largo de su vida militar se había dejado en combate un brazo, un ojo y una pierna.


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